Es domingo 14 de septiembre, son pasadas las ocho de la tarde, y el viento y la lluvia ya han comenzado. Nos han hecho cambiar de habitación porque estábamos frente al mar en el hotel Riu Palace de Cabo San Lucas. Por nuestra seguridad. Aún no era consciente realmente de la dimensión que un huracán de categoría 3 podría tener. He vivido otros, ya cuando estuve residiendo en Los Cabos llegaron tormentas tropicales y el que se llamó Huracán Ximena, pero no los sufrí.
Sigue la noche, son las 23:45. Y ahora el azote del viento es aún mayor, golpea los cristales de las ventanas muy fuerte. Asusta. Parece un monstruo enorme que quisiera abrirse paso a puñetazos, es incesante. El silbido del viento de más de 200 kilómetros/hora es ensordecedor, incluso duelen los oídos como cuándo asciendes en avión. He querido asomarme a la ventana y es imposible. Odile está tocando tierra en Los Cabos y las rachas de viento están ya arrastrando ramas de palmera y agitando la vulnerabilidad de nuestras construcciones, la vulnerabilidad del hombre. Da miedo, la verdad.
Sobran las palabras viendo algunas imágenes. Es desbastador el efecto de un huracán, como supongo que lo sería un terremoto o cualquier otro fenómeno natural de estas dimensiones. Un toque de aviso al orgullo de la humanidad, no eres nada... Y así me sentía, tan vulnerable. Pero afortunada de estar viva y en buenas condiciones.
El día siguiente fue duro pero por suerte aún podíamos comunicarnos para decir qué estábamos bien. Aún había calma, comida en las cocinas del hotel... El problema viene cuando el ser humano saca su naturaleza vil, su ambición por ser más de lo que es en mitad de la desgracia, y fomenta los valores más rastreros que lleva en su ser. Hablo de saquear, de querer lo que no se tiene ni se tendría, de aplastar a los demás y pasar por encima, de inferir el miedo en el otro... Esa es la otra cara de un desastre, la más devastadora para mí, para mi corazón idealista y soñador. Cuando creo que sería el mejor momento de una sociedad, como la cabeña, de unirse y reconstruirse a sí misma desde lo bueno, desde el mejorar entre todos. No es así en muchos casos, pero las linternas que iluminan siempre se verán en la distancia en mitad de la oscuridad. Los hay, quiero tener esa esperanza. Saldrán a flote.
Ahora es cuando te queda la sensación amarga. ¿Qué puedo hacer desde aquí? ¿Cómo puedo ayudar? Esa tierra, Los Cabos, fue mi hogar por casi dos años, me duele dentro. Y la respuesta no es otra que arrimar el hombro desde aquí. Colaborar con Cruz Roja, pedir la ayuda entre mis conocidos y amigos y ofrecerme siempre, como me han enseñado desde que era niña.
El huracán pasa, el desastre y la destrucción pasa con los días, y sólo queda en nuestro interior el corazón del ser humano que eso no lo doblega ningún viento de 200 km/h. De las dos caras del desastre, me quedo con ésa.
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